No creo que haya muchas profesiones que se cuestionen a sí mismas tanto y con tanta crudeza como el periodismo
Cuenta José Luis Garci en el libro juvenil —recién reeditado— que dedicó a Ray Bradbury que, cuando le trajo a España en los años ochenta para los cursos de verano de El Escorial, el autor de Crónicas marcianas dio su conferencia en pantalones cortos. Nadie recuerda bien qué dijo Bradbury en El Escorial, pero los que asistieron evocan nítidamente aquellas pantorrillas pálidas de turista recién desembarcado de un crucero.
En el fondo, así vamos todos los ponentes de estos cursos: fresquitos, de sport y echándole mucho hielo y gaseosa a los discursos densos que damos en invierno, aunque los alumnos vayan con corbata y traje mental, muy serios y atentos. Y quizá por esa distensión se montan debates muy hondos e interesantes. Hace poco, en un curso de periodismo narrativo de la UNED en Ponferrada, nos enzarzamos en una discusión ontológica sobre qué es un periodista. En el público, varios alumnos defendían una línea corporativista, exigiendo carnets y títulos para que cualquier gualdrapa no pueda llamarse a sí mismo periodista. En la mesa, formada por periodistas, se defendían posiciones más de pantalón corto: no se pueden poner tantas puertas al periodismo porque está en juego la libertad de expresión, repartir carnets es propio de Estados dictatoriales, es un oficio que se aprende ejerciéndolo, etcétera.
Como en todo debate, nadie convenció a nadie, pero yo reforcé una convicción vieja: no creo que haya muchas profesiones que se cuestionen a sí mismas tanto y con tanta crudeza. Uno de los grandes fracasos de los periodistas es no haber sabido transmitir eso a la sociedad y no trascender la metáfora del busto parlante que lee textos que no ha escrito. Tal vez el error haya sido cerrar el plano sobre el busto con traje y corbata y no abrirlo nunca para enseñar que los periodistas llevan pantalones cortos, como Bradbury en El Escorial.
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